miércoles, 23 de noviembre de 2016

Castellnou de Montsec - Lérida

La primera impresión que trasmite Castellnou de Montsec, encaramado sobre un otero de roca, es la de un pueblo fortificado que aún permanece vigilante sobre el paisaje montañoso del entorno y los campos cubiertos de robles y encinas. De hecho, el propio nombre del pueblo hace referencia a su castillo, una construcción palaciega que apenas conserva algunos muros de la fortaleza primitiva y que estuvo habitado hasta hace diez años por los descendientes de sus antiguos dueños. 
Uno de los personajes notables de aquella dinastía, Gaspar de Portola, fue gobernador de California y permanece actualmente enterrado en el templo de Castilnou, una minúscula iglesia consagrada a Sant Esteve y cuya espadaña sostiene dos campanas.

Llega la electricidad
El núcleo de casas, que rodean el palacio apiñándose al borde de la pendiente, giran alrededor de una minúscula plaza en la que no es difícil encontrarse con alguno de los escasísimos vecinos que todavía mantienen un débil contacto con el pueblo. Sobre una placa queda constancia de la llegada de la luz eléctrica en 1978, cuando el pueblo ya había iniciado su imparable declive.
Durante el siglo XIX, Castellnou tenía más de sesenta vecinos sometidos a una vida precaria por la falta de agua, que en épocas de sequía les obligaba a buscarla muy lejos del pueblo. Algunas pequeñas fuentes y balsas, también apartadas, aliviaban esta situación de escasez y permitían mantener una reducida cabaña de ganado y algunos cultivos de patatas y cereal. Las familias se repartían en una treintena de viviendas, en su mayoría simples construcciones de piedra de una sola planta, muchas de las cuales están ahora en la más absoluta ruina. Al borde del pueblo se pueden ver los desnudos muros de las cuadras con sus tejados hundidos y junto a la iglesia, el cementerio ocupa una breve terraza que se asoma al horizonte ilimitado.

(Pilar Alonso y Alberto Gil)

Nardues - Andurra (Navarra)

En las cercanías de la barrera montañosa de Izco y en medio de una extensa zona de secano, se alza la localidad de Andurra, núcleo minúsculo formado por una sola calle a cuyos lados se mantienen en pie media docena de casas, que parecen haber tenido un nuevo destino como almacenes.
Máquinas cosechadoras y la presencia ocasional de algún pastor indican débilmente que las tierras, antaño dedicadas a La siembra de cereal y patatas, todavía se mantienen productivas.
Hace más de un siglo, la población de Andurra alcanzaba el medio centenar de vecinos, cuya vida transcurría sin sobresaltos entre las tareas agrícolas y la cría de ganado lanar y vacuno, aprovechando la proximidad de algunas zonas de pastos. La existencia de dos pequeños regatos que vertían al río Irati permitía el aprovechamiento del agua en los cultivos y, para uso doméstico, los lugareños se servían de una pequeña fuente cercana.

Dintel grabado
El recuerdo de aquella época y de otras mucho más lejanas se mantiene hoy en algunos mínimos detalles, como el año de construcción de una casa grabado sobre una piedra de su fachada o una tosca puerta de madera con remaches de hierro oxidado.
A las afueras del caserío, la iglesia, consagrada a San Martín, conserva una contundente torre de base cuadrada y un voluminoso ábside, así como los restos de un breve pórtico sobre la entrada principal. A un costado de la torre se extienden las desoladas ruinas de lo que pudo ser la casa del párroco.
Algo más retirado y en medio de los sembrados permanece el cementerio, rodeado de un murete y accesible por una puerta coronada por una sencilla cruz de piedra.

(Pilar Alonso y Alberto Gil)