miércoles, 19 de octubre de 2016

Malgrat - Lérida

La localidad de Malgrat, encaramada a más de 800 metros de altitud en el angosto valle de Aguilar, por el que transcurre el río de La Guardia, es una sombra del pasado, un cúmulo de paredes de piedra que apenas permiten reconocer una docena de casa totalmente arruinadas.
La espesura del matorral, que se ha adueñado del caserío hasta taparlo casi por completo, dificulta incluso su localización en una de las laderas del valle, a la que se accede por una pista desdibujada entre la hierba, que atraviesa antiguas terrazas de cultivo y acaba en una amplia era.

Románico rural
Una vez en la aldea, el viajero intenta adivinar la fisonomía de las veredas y los edificios, entre los que destaca la sencillísima Iglesia de San Bartolomé, un interesante ejemplo de románico rural presidido por un mínimo campanario y que aún conserva el ábside. Este templo formaba parte de un conjunto de iglesias dispersas por la sierra de Ares, entre las que se encontraban tambien Santa Leocadia de Bellpui y Sant Martí de Barén. Junto al ruinoso ábside, una desvencijada puerta de madera conduce al antiguo cementerio, que se asoma al resto del pueblo, escalonado en la pendiente sobre un bellísimo abismo vegetal.
La acusada inclinación del suelo fue seguramente una de las razones del abandono, allá por los años 50, cuando la imposibilidad de utilizar maquinaria hizo excesivamente penosas las labores del campo. La falta de luz y agua corriente hicieron el resto y Malgrat pasó a engrosar el nutrido grupo de pueblos deshabitados.


(Pilar Alonso y Alberto Gil)

Los Linarejos - Jaén

El emplazamiento de Los Linarejos, una bonita cortijada que se alza a más de 900 metros de altitud en un paraje recóndito de la sierra de Segura, produce en el visitante una mezcla de emoción y sorpresa. Alrededor del caserío, asentado en una pequeña planicie sobre un cerro, se alzan varios montes que superan los 1.300 metros y envuelven la aldea formando un semicírculo, como una especie de manto protector cubierto de pinares. En este valle cerrado, algunos arroyos bajan por las agudas pendientes de las laderas y se unen en las cercanías de la aldea para formar el río Orcera.
La abundancia de agua en el entorno no impidió que, paradójicamente, el lugar quedara despoblado a comienzos de los ochenta por problemas de abastecimiento. Con anterioridad, el aislamiento ya había provocado la marcha de algunos de sus habitantes, pero la mayor pérdida de población se produjo en 1981, en que se secó la fuente del pueblo, de cuyo caño mana hoy un escueto chorro de agua.

Rigores invernales

La subida al pueblo, lleva directamente al principal núcleo de casas, un conjunto bien conservado atravesado por dos callejones recoletos que se cruzan en el centro del caserío. La mayor parte de las viviendas, que no superan la veintena, tienen salida a estas dos calles y muestran aún sus muros en buen estado, blanqueados con cal y hechos con piedra, barro y pizarra. Una hilera de cuadras protege la aldea respecto a la zona más desguarecida del valle y ante la dureza de los rigores invernales.
Las viviendas suelen tener dos pisos, el bajo con dos dormitorios y una cocina con salida al corral, y el alto destinado a granero. La presencia de chimeneas y el reducido número de ventanas, de pequeño tamaño, eran la única forma de conjurar el frío. Por lo demás, las casas carecían de agua corriente y de luz eléctrica. El patrimonio familiar se limitaba a unos cuantos animales de granja y a los breves terrenos de huerta que rodean el pueblo.


(Pilar Alonso y Alberto Gil)