Dos y hasta tres pisos quisieron tocar el cielo y cerraron tras sus impenetrables puertas de madera acosadas por el tiempo.
Todavía tocaban sus campanas los días de viento, pero ya murió su campanero.
En silencio los musgos escondidos en las grietas de la madera de los bancos escuchaban la misa.
Nunca más corrieron los niños subiendo aquellas escaleras.
Solo quedaba desnuda sobre el muro la estampita de la virgen, devoción de los que allí estuvieron un día.
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